febrero 18, 2013

Mordisco nº 5, Nací para ser Rey



Mordisco nº 5, 
Nací para ser Rey.





                 Nací para ser rey. Desde el mismo instante de mi nacimiento la sombra de la resplandeciente corona británica sobrevoló mi cabeza, noche tras noche, marcando mi existencia. Su majestad Charles Robinson, respetado monarca vampiro de Gran Bretaña, no sólo había tenido un hijo, también un sucesor, un heredero purasangre con el que contentar los oscuros ojos sobrenaturales de todos sus súbditos.

                  Consciente de ello mi padre me educó con severidad, tratando de inculcar en mí su modo sensato de gobernar y su pasión por el diálogo como arma frente los más diversos conflictos. Intentando forjar en mí, desde la mas tierna infancia, un proyecto de rey paciente, cercano, de genio templado y sangre fría. Las formas son importantes - repetía mirándome fijamente con sus brillantes ojos negros llenos de una sensatez inconmensurable -. Más aún cuando debes regir sobre una legión de vampiros; seres inteligentes, calculadores, despiadados, aunque potencialmente irracionales ante el deleitoso ronroneo de un abundante torrente sanguíneo, de un corazón palpitante, de la calidez de la sangre ajena – decía con una excepcional sabiduría.




                  Ahora sé por experiencia lo difícil que es mantener la compostura cuando la sangre humana palpita dentro de ti, cuando el fervor inigualable de la esencia vital de otro ser circula en el interior de tu organismo. Y más aún cuán ardua es la tarea de mediar entre vampiros cegados por la sed, el odio y en ocasiones un intrincado rencor de siglos cargado sobre sus espaldas. Pero un rey debe ser capaz de hacer ambas cosas, y hacerlas bien. Nunca nadie logrará igualar a Charles Robinson, mi padre, en esa capacidad.
                  Cuando pienso en él el orgullo invade cada célula de mi cuerpo, orgullo por su labor como monarca así como por todo lo que hizo para protegernos, a mi madre, a mi hermana Louise y a mí, el mayor tiempo que le fue posible de los conflictos que asediaban nuestro mundo.  Y no puedo evitar sentir que le debo demasiado, y el temor a defraudar las esperanzas que depositó en mí me ha dividido entre razón y devoción demasiado a menudo desde su trágica pérdida.
                  Pero ninguno de ambos; ni Charles ni yo, podía contar entonces con la llegada de Anna. Con lo que representaría para mi vida inmortal conocerla. Humana, inocente, frágil.
                  O eso creía.
                  Anna. Dínorah.
                  Suspiré, tratando de borrar su imagen, de evaporarla de mi interior junto con el soplo de aire exhalado. Una vez más había acudido a mi mente de un modo irremediable. Al cerrar los ojos podía verla, podía imaginar su sonrisa, sus hermosos ojos verdes, el delicioso perfume de su cuerpo, el suave tacto de sus labios… Rememoraba una y otra vez nuestro único y fugaz beso. Mi beso. Aquel al que ella había sido incapaz de responder, hiriéndome profundamente.





                  Y me preguntaba, ¿por qué? ¿Por qué ella? ¿Por qué no podía borrarla de mi mente?, ¿Por qué intentaba ahogar mi dolor con la sangre de una mujer distinta cada noche, resignado ante un sabor, ante un aroma, ante una caricia que jamás sería la suya?
                  Inspiré profundamente inhalando la esencia de la joven que permanecía en mi lecho, antes de perforar la piel con mis colmillos. Recordaba aquel olor, el olor de aquella piel, de nuestro primer encuentro varios meses atrás, así como el sabor de la joven voluntaria también resultó familiar para mí cuando su sangre comenzó a recorrer cálida mi garganta, no por particularmente deleitoso, pero sí agradable, como lo era el tacto de su piel, de su cuerpo menudo y suave.
                  La apreté contra mí, acariciando el cabello oscuro que se deslizó como seda entre mis dedos, mientras me abrazaba apasionada, entregada, cariñosa. Y por un momento me concentré en hacerle el amor, a ella, a la joven de los bonitos ojos negros.
                  Pero Anna regresaba una y otra vez a mi mente… Sus labios, seductores, hipnóticos aun sin proponérselo. El modo en el que mordisqueaba su labio inferior presa del nerviosismo, me enloquecía. Así como lo hacía la rítmica melodía de su respiración cuando reíamos, cuando conversábamos distendidamente, en ocasiones incluso a cerca de sus amantes, con una complicidad jamás imaginada. Pero todo había cambiado a raíz de mi… transformación. Soy consciente que desde que dejé de ser un chiquillo ante sus ojos, desde que me convertí en el vampiro adulto que ahora soy, ella no pudo volver a mirarme del mismo modo, aunque se esforzase en fingir que era así.
                  Jamás podrá imaginar cuanto me reprocho a mi mismo haberle confesado mis sentimientos, pues lo que más me aterroriza desde entonces es haber mancillado nuestra amistad con mi verdad. Porque si en mis noches de horas eternas en su ausencia la anhelo como compañera, como amiga la necesito. Y sin embargo, tampoco podría haber continuado por más tiempo callándome lo que sentía por ella, lo que aún siento. Necesitaba decirlo, en voz alta, lo gritaría al mundo entero si ella correspondiese a este amor. Pero no es así.
Anna. Si pudiese tan sólo imaginar cuanto la amo, de hasta dónde estaría dispuesto a llegar por ella, quizá entonces lograse verme como quien realmente soy, un vampiro, un hombre, y ella una mujer, sin que importase nada más.
Lo más difícil de entender es que dentro, profundamente dentro de este inmóvil corazón, de un modo irracional aún siento que nos pertenecemos el uno al otro.



                  Quizá logre olvidarla, quizá llegue la noche en la que halle a la mujer que me ayude a hacerlo, a llenar este vacío inmenso que siento en mitad del pecho, este profundo dolor que supone tenerla a mi lado y no poder amarla. Quizás exista esa compañera, humana o  vampira, que me ayude a volver a verla como a una amiga y nada más. Debo entonces seguir buscando, no sé por cuánto tiempo. Mi mente me dice que desearía que fuese la princesa Layla, todo este paripé de conveniencia sería mucho más llevadero entonces, pero a mi corazón le resulta inimaginable llegar a sentir algo por ella.



                  Retiré mis labios de la yugular de la muchacha, lamí su suave cuello, agradecido, a la vez que abandonaba su cálido interior cuando aún se estremecía. Contemplé su cuerpo desnudo sobre la cama, sus pechos pequeños y redondeados, me observaba extasiada, agotada, complacida, con una dulce sonrisa en los labios. Había terminado de beber de ella, me había deleitado con su goce, sin embargo después del cénit, del álgido placer, no podía evitar volver a sentirme vacío, de nuevo. Tomé asiento en la cama. Ella rodeó mi cuerpo con sus brazos cálidos, sellando su torso desnudo a mi espalda, caliente, suave, humano. Apreté los dientes furioso conmigo mismo, una vez más.



- ¿No he sido de su agrado, majestad? – preguntó la joven preocupada, sabía de su devoción por mí, podía leer el deseo en sus ojos negros, como sabía cuánto le gustaría pasar el resto de la noche en mi lecho, aguardando mi regreso.
- Sí, por supuesto que lo has sido, muy de mi agrado - aseguré forzando una sonrisa para ella, pero no mentía, era una joven hermosa, entregada, con una piel suave como el melocotón y un corazón fuerte y veloz -. Ahora agradecería que me dejases solo, por favor – pedí, y la muchacha, sin una palabra más, con la prudencia que caracteriza a los voluntarios, tomó sus ropas del suelo, cubriendo su menudo cuerpo con ellas, y abandonó la habitación dedicándome una última sonrisa.
                  Tenía que olvidarla, centrar todas mis energías en conseguirlo, me repetí sentado en la cama, con el rostro hundido entre las manos. Aunque no alcanzaba a imaginar cómo. En unas semanas me desposaría con una completa desconocida, cumpliendo la voluntad de mi difunto padre, sirviendo a mi reino, como era mi obligación y mi deber, algo que en absoluto me preocuparía de no ser porque estaba convencido de que aquel matrimonio la alejaría definitivamente de mí.
                  Me vestí ante el largo espejo de pie del dormitorio, serví un vaso de brillante sangre de una de las botellas del aparador, y ataviado en mi regio atuendo sentí cómo por primera vez, dentro de mi interior brotaba, como el manantial que surge de entre las rocas, la fuerza, la decisión, la entereza, necesarias para olvidarla.
                  Aquella noche, cuando Anna regresase de Magnolia Sunrise donde había disfrutado de unos días de descanso con su familia humana, cuando por primera vez volviésemos a encontrarnos desde su marcha y enfrentase las esmeraldas de sus ojos de nuevo, nada la haría sospechar que sufría por su amor. Entonces volvía a ser el rey vampiro de Gran Bretaña, y, como el payaso que se embute en su colorido uniforme, lo que sintiese Martin Robinson, como vampiro, como hombre, nada importaba.

El Príncipe de Hielo

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