La Esencia de Lilith


LA ESENCIA DE LILITH
María José Tirado










Prefacio
Llega un momento en la vida en el que piensas que te has cruzado con la situación más inesperada que podría sucederte jamás. Y que nada más puede sorprenderte.
Entonces ocurre algo completamente imprevisto que derrumba tus patrones y sopla sobre tus recuerdos deshaciéndolos como si fueran un diente de león, irreversiblemente.
Cuando cayó en mis brazos con aquella herida mortal abierta en mitad del pecho tan solo tuvo tiempo de sonreír. Fue una sonrisa preciosa, la más hermosa que jamás han visto estos ojos. Un collar de perlas dibujado entre sus delineados labios, labios que esbozaron una palabra que no llegó a pronunciar. Una palabra que le había sido negada por demasiado tiempo y que ni tan siquiera entonces podía decir en voz alta.
Y murió, definitivamente.




Capítulo 1

¿Sabe por qué la he parado?
Cyrus me miraba entornando sus brillantes ojos de jade, de un resplandor sobrehumano, acomodado en el negro sillón de cuero de su despacho. Con la mesa repleta de documentos que había estado hojeando con aire concentrado hasta que atravesé la puerta y me recibió con una amplia sonrisa de sus labios ligeramente violetas. Su secretaria, una joven alta y menuda, me había advertido de que dudaba de que el señor Van der Waals pudiese recibirme sin cita previa, pero ella no sabía quién era yo, ella pensaba que era una simple humana. Su sorpresa fue mayúscula cuando decidió atenderme abandonando todo lo que hacía hasta ese preciso momento.
–Buenos días, Anna. O debería decir Dínorah –me saludó mi amigo. –Llámame como más te guste, Cyrus. 
Cyrus el nigromante y yo nos habíamos conocido en unas circunstancias realmente particulares, él era un swap, un híbrido de vampiro y demonio marino, híbrido al igual que yo, una dhampira: mitad humana, mitad vampira. Cyrus fue mi pase de acceso a la ceremonia de coronación como rey sobrenatural de Gran Bretaña de un sanguinario no-muerto, Patrick White, el instigador del asesinato del anterior monarca británico, Charles Robinson. Gracias a su ayuda y a la de Shapur Akram, legendario guerrero persa, de William Smith, sir inglés siervo de Tammy Shue, reina de Irlanda del norte, y de Cóatl, el caballero jaguar, antiguo soldado azteca y siervo de Aixa, reina de Centroamérica, todos no-muertos, logré impedir dicha coronación y proclamar como legítimo rey a mi protegido, Martin Robinson, un vampiro adolescente de quince años.
–Entonces, te marchas –adivinó. Nada más verme atravesar el um- bral lo había sabido.
–Sí, necesito ver a mi familia –confesé.
–¿Y qué les dirás? ¿Cómo les explicarás tu... resurrección? –cuestio- naba el swap, interesado.
–No lo sé, espero que cuando me vean su felicidad haga que todo lo demás sea algo secundario; ya inventaré una historia que contarles. Mis padres, mi hermano y el resto de mis seres queridos me creían
muerta desde hacía un par de meses, cuando desperté abruptamente a una nueva realidad, la del mundo vampiro. La noche en la que la simple profesora particular de dos chicos ingleses, Louise y Martin, pasó a convertirse en la profética Dínorah, la Dama de la Luz, protagonista de una antigua profecía.
Fue la misma noche en la que mi jefe, al cual desconocía como rey vampiro de Gran Bretaña, Charles Robinson, fue asesinado por un lacayo del antiguo gobernador de Gales y promotor del golpe de Estado, Patrick White. El asesino destrozó el inmóvil corazón del monarca británico ante mis ojos y los de sus propios hijos e intentó acabar con la vida eterna del joven Martin, pero lo impedí interponiéndome en el camino de su arma, recibiendo la estaca en su lugar.
Aquella noche murió para el mundo Anna Rodríguez, la maestra española que apareció carbonizada entre las cenizas del palacio inglés, al igual que los señores Robinson, sus hijos y el ama de llaves. Oswald, otro siervo de Aixa, se encargó de simular nuestras muertes y prender fuego al palacio para favorecer nuestra huida. Luego se convirtió en un traidor.
–¿Martin Robinson te ha dejado marchar, así, sin más? –dudó Cyrus, arrugando el entrecejo desconcertado.
–¿Sin más? He arriesgado mi vida por él en un sinfín de ocasiones –rebatí, sin saber a dónde quería llegar con aquella reflexión–. Prometió que cuando lograse convertirse en rey yo sería libre y ha cumplido su promesa; ¿qué tiene de especial?
–¿Qué tiene de especial? Él es un vampiro, querida, ellos no cumplen sus promesas. Al menos no las que les hacen a los humanos –advirtió, cruzando ambas manos sobre el vientre, resabido, y dejándose caer sobre el respaldo de su cómodo sillón–. Tienes suerte de que tu pequeño rey vampiro lo haya hecho –apostilló, haciéndome tomar conciencia de hasta qué punto era así.
Ahora que Martin era el nuevo rey de una despiadada horda de no- muertos podía haberlos obligado a que me retuviesen, podría haber intentado forzarme a servirle. Pero no, yo estaba segura de que aquella posibilidad no había cruzado por su mente ni un instante; mi antiguo alumno me apreciaba tanto como yo a él, sin importar que yo fuese una simple humana ante sus ojos.
–Regresarás, lo sé.
–Yo no estaría tan segura.
–Créeme, lo harás –afirmó lapidario–. Ahora que has descubierto quién eres, qué eres, se ha producido un cambio irreversible en ti, un cambio que aún no puedes percibir pero que te impedirá sentirte a gusto entre simples humanos –aseguró absolutamente convencido, desconcertándome.
–¿Entre simples humanos? Es mi familia, Cyrus, regreso junto a mi familia... –objeté, pero él se limitó a negar con la cabeza, sin decir pala- bra, como si fuese algo irremediable, irrefutable, una verdad absoluta que yo me negaba a aceptar.
–La suerte es que podrás comprobarlo por ti misma –sentenció, dando el tema por zanjado–. Bien, ¿y qué puedo hacer yo, un humilde híbrido, por ti? –cuestionó cambiando de tercio, centrándose en el motivo de mi visita. Desde luego Cyrus podía ser cualquier cosa menos humilde, en cualquiera de las posibles acepciones de esta palabra.
–Necesito que vuelvas a prestarme tu anillo mágico –pedí, aún recuperándome de lo que acababa de escuchar, y no porque le creyese, no podía hacerlo, sino por la solemnidad, la certeza con la que lo había asegurado. Cyrus era, además de un ser sobrenatural, un nigromante, un poderoso mago, y yo necesitaba de aquella mágica alianza que ya me ayudó en una ocasión.
–¿Para qué lo necesitas?
–Para que cuando llegue a Cádiz, al portal de mi casa, nadie pueda reconocerme hasta que decida quitármelo. Mis vecinos, mis conocidos, podrían dar la voz de alarma; para ellos estoy muerta. Quiero pasar inadvertida, al menos hasta que logre hablar con mis padres con calma –revelé. Ese era el motivo por el que había adelantado mi partida desde la propiedad de King’s Rest, la residencia real y nueva sede del submundo británico en Newcastle, situada a tres horas de camino en coche de Flint, de la impresionante vivienda del señor Van der Waals a la que había solicitado al taxista que me condujese antes de tomar en Liverpool el vuelo directo hasta Jerez.
–¿Y qué conseguiré yo a cambio? –preguntó con una sonrisa maliciosa, apretando sus finos labios.
–¿Mi total gratitud?
–Ya no estás con el persa, tampoco con William... ¿verdad? William Smith, el sir inglés y yo habíamos tenido un atisbo de relación que se cortó por su falta de confianza hacia mí; repetía que me amaba, pero yo no acababa de convencerme de que podía confiar en él plenamente.
Y Shapur, Shapur Akram, el legendario guerrero persa fue mi maestro en el arte de la lucha en la República Dominicana; fue mi protector y mi amante. Y un sagrado ritual vampiro nos había unido para siempre. Me había convertido en su mitad humana: yo podía sentir sus emociones aún en la distancia y él las mías, todo el tiempo, en mitad del pecho. Pero tuvo que marcharse de regreso al Caribe, al lado de su reina, y nos habíamos separado sin saber por cuánto tiempo.
–No, ya no estoy con ninguno de ellos –admití. Le conocía, el swap era un pícaro, sabía los derroteros hacia los que pretendía conducir la conversación–. Pero no voy a acostarme contigo a cambio del anillo, ni de nada. Olvídalo, si quieres prestármelo, bien; si no, también –declaré sin rodeos. Fingí haberme ofendido y me incorporé para marcharme.
–Espera, no seas tonta –pidió Cyrus, levantándose de la silla para abrir uno de los cajones de su escritorio de caoba.
Su cabeza pelada brillaba como una bola de billar recién pulida bajo los rayos del sol del mediodía que se colaban por la ventana del despacho. Los híbridos como él y como yo podemos vivir bajo la luz solar, a pesar de que la sangre vampira recorra nuestras venas, con la salvedad de que la sangre de demonio que corría por las de Cyrus le hacía desagradable al paladar de los vampiros: como él mismo había comentado, preferirían beber jugo de ajo antes que su fluido vital. En cambio, el hecho de que yo fuese una dhampira era un secreto que tan solo compartía con William y Shapur, y con el swap que lo había descubierto leyendo el iris de mis ojos. Según las antiguas leyendas, la sangre de dhampiro –mitad vampira, mitad humana– poseía la capacidad de otorgar uno o varios días de vida diurna al no-muerto que la ingiriese por completo, lo cual equivalía a una sentencia de muerte, y por eso era un secreto.
Cyrus extrajo un anillo de blanco marfil de su cajón, se incorporó y caminó hasta situarse junto a mí, que aún estaba sentada frente a su mesa. Lo colocó en mi dedo y recitó unas palabras en latín mientras paseaba sus tibias manos azuladas por mi rostro. Sentí que una energía recorría mi dermis en una suave caricia eléctrica que lentamente se desvaneció.
–Ya está. A cambio solo quiero tu número de teléfono –advirtió, ofreciéndome su mano para incorporarme.
–Está bien –admití, y tomé su mano, deteniéndome de pie a su lado. El swap era realmente alto, me sobrepasaba varios palmos–. Eso sí estoy dispuesta a darte.
–Que tengas mucha suerte, Anna –dijo, y me abrazó con fuerza. Cyrus olía a mar, a salitre, y era un olor agradable, reconfortante para quien se ha criado a la orilla del océano. Pero su mano comenzó a descender lentamente por mi espalda y la detuve justo antes de alcanzar mis glúteos, apartándome de él con una sonrisa. El swap era ciertamente insistente en sus pretensiones sexuales para conmigo, pero, superado este pequeño handicap, era un buen amigo, alguien en quien confiar.
Salí de su mansión con el anillo en el bolsillo de mi cazadora. Durante las dos horas y quince minutos de vuelo hasta Jerez de la Frontera mi corazón latió apresurado dentro del pecho. Estaba nerviosa, terriblemente agitada, parecía como si hubiesen transcurrido años desde que marchase al sur de Inglaterra con un empleo con el que pretendía huir de mi ex, de verle casi a diario con mi antigua mejor amiga, con la que me había engañado.
Entonces era algo que me sentía incapaz de superar, hasta que conocí a William Smith. Me enamoré completa, total e irracionalmente de él, que me abrió los ojos a su realidad vampira y comprobé hasta qué punto estaba equivocada. Las circunstancias me habían hecho madurar a pasos agigantados.
¿Y si Cyrus tenía razón? ¿Y si no quedaba nada en mí de la chica tímida que partió de Cádiz un par de meses atrás? Pero ¿cómo podía llegar a sentirme incómoda entre humanos? Eran lo único que había conocido toda mi vida hasta que..., hasta que llegaron ellos.
No, resultaba imposible, impensable. En cualquier caso, estaba a punto de descubrirlo.
Martin me había informado en nuestra despedida de que tendría una sorpresa a mi llegada al aeropuerto. El joven monarca vampiro me había abrazado con energía, temiendo en su interior que nunca más volviésemos a vernos. Pero no había insistido acerca de mi regreso, no en nuestra despedida; ya me había confesado lo mucho que me necesitaba noches atrás, pues su carga entonces, como recién estrenado regente sobrenatural, era demasiado pesada. También así mi libertad era absoluta, dependía de mí, única y exclusivamente, regresar o no.
Y yo sentía, yo creía, que había conocido suficiente acerca de los vampiros, que había vivido lo suficiente a su lado, porque después de noches y noches huyendo de la muerte anhelaba mi vida humana. Una vida corriente para una chica de mi edad, cuando mi mayor preocupación era que mi camiseta combinara con mi falda, o buscar un nuevo trabajo con el que sufragar mis limitados gastos.
Pero no podía evitar sentir que estaba traicionándole de algún modo al apartarme de su lado. Le sentía como un hermano menor al que cuidar e intentar guiar, y él confiaba tan ciegamente en mi criterio que incluso debía esforzarme por guardar la formal compostura y protocolo acordes a su abolengo en presencia del resto de no-muertos. Eran demasiado intensas las experiencias que habíamos compartido, noche tras noche, como para que al desaparecer, de un plumazo, uno del lado del otro, ninguno lo sufriera.
Nada le había pedido a cambio de mi servicio como su protectora, pero él se había encargado de agradecérmelo en cuanto retomó el control de las propiedades de su familia. Me había proporcionado una nueva identidad: Anna Morrison, como leí en mi pasaporte, ciudadana inglesa; un nuevo móvil de última generación, a cuyo manejo no lograba acostumbrarme, y una cuenta corriente en la que se había encargado de ingresar treinta mil libras, toda una fortuna para alguien como yo.
Miss Anna Morrison, leí en un folio escrito a mano que un caballero de unos treintaymuchos, vestido con traje gris y llamativa corbata roja, asía entre sus manos. Caminé hasta él y sonrió a modo de bienvenida.
–Good Afternoon, Miss Morrison*1 –saludó en un inglés vacilante.
–Buenas tardes, puede hablarme en español –advertí y pareció aliviado.
–Soy Ricardo Ortiz, de FirstCar. El señor Robinson alquiló un vehículo para usted –informó, acompañándome al exterior del aeropuerto. Un impresionante Mercedes negro con plateadas llantas de aluminio me aguardaba aparcado a la salida. Mi Martin, tan poco discreto, sonreí para mí.
El representante de la agencia de alquiler me entregó las llaves y me acomodé en mi nuevo vehículo para los próximos dos meses, en un principio, según me informó el caballero. Quizá Martin Robinson pensase que era tiempo más que suficiente para tomar una decisión, cualquiera que esta fuese, o sencillamente después de aquellos dos meses tendría que aprender a costearme mi propio automóvil.
Eran casi las ocho de la tarde. Solo tardaría media hora en recorrer los treinta kilómetros que separan Jerez de Cádiz por la autopista; treinta minutos me separaban, pues, de mi familia. Al fin.
Respiré hondo, y prendí el poderoso motor, que rugió, ansioso de kilómetros, bajo mis pies y desaparecí del aeropuerto tomando el que sería mi camino de regreso.
Anochecía. La luz del atardecer bañaba la vía y los coches circulaban veloces, también yo, que ansiosa por llegar a casa no prestaba atención a los límites de velocidad.
Alcancé la autopista, dejando atrás Jerez, y apenas habría recorrido un par de kilómetros cuando mi nuevo teléfono móvil comenzó a sonar dentro del bolso, en el asiento del copiloto. Dudé en detenerme un momento en el arcén, pero deseaba llegar a casa cuanto antes, así que lo miré. Era Martin.
–Buenas noches, majestad –descolgué desplegándolo.
–Buenas noches, ¿has llegado ya? –preguntó ansioso.
–Estoy de camino.
–Bien. Cuando hables con ellos, llámame. Me gustaría saber qué tal te ha ido –pidió con desmedido interés.
–Está bien, Martin, lo haré. Te llamaré.
–Gracias. ¿Sabes? Ya te echo de menos –confesó, y yo reí divertida.
Solo unas horas llevábamos separados, unas horas–. Cuídate, ¿vale? Sabes que para cualquier cosa que necesites puedes llamarme.
–Ok, Martin.
Colgaba cuando una poderosa luz oscilante de color azul invadió mi vehículo por completo. Por un momento creí que iba a ser abducida por un ovni –tras lo acaecido los últimos meses había perdido la capacidad de sorprenderme–. Pero no, una estridente sirena comenzó a sonar y por el retrovisor comprobé cómo una motocicleta de la policía me indicaba con el intermitente, las luces y la sirena que aparcase en el arcén. Lo hice.
Era la Guardia Civil, en concreto un guardia civil ataviado con su uniforme verde y negras botas altas que caminaba presto hasta mi ventanilla. La bajé.
–Buenas noches –disparó frente a mí con cara de pocos amigos. Era un agente joven, treinta años máximo, de cabellos castaños. Un tipo robusto, con mentón cuadrado y ojos celestes; aún llevaba puesto el casco de gorrete blanco y los guantes de cuero; traía en sus manos la libreta de sanciones.
–Buenas noches –repetí.
–¿Sabe por qué la he parado? –preguntó elevando una ceja mientras destapaba el bolígrafo con brío.
–No, pero seguro que me lo explica –respondí molesta. ¿Para qué dar tantos rodeos? Iba a multarme, lo traía escrito en aquel rostro serio y estoico, pues que lo hiciese cuanto antes, para que así pudiese continuar mi camino.
–Iba usted hablando por el móvil –señaló.
–No –respondí sin emoción.
–Claro que sí, la he visto. Y además excedía el límite de velocidad, conducía a más de ciento cincuenta kilómetros por hora... –replicó taladrándome con su inquisidora mirada de ejemplar custodio de la ley y el orden.
–Bueno, venga, muy bien. Múlteme, y en paz –pedí con intención de abreviar el momento, pero mi actitud pareció molestarle terriblemente: su expresión se endureció, sus pobladas cejas castañas se apretaron entre sí hasta casi conformar una sola.
–Documentación y baje del coche –ordenó alejándose de mi ventanilla.
–¿Es esto realmente necesario? –dudé, molesta.
–Abajo –me conminó con un tono de voz mucho más rudo. Resoplé. ¿Cuánto pensaba prolongar aquello? ¿Es que aquel guardia civil no tenía casa, no le esperaba nadie? ¿Acaso yo tenía cara de terrorista? ¿Tan grave falta había cometido al contestarle?
Busqué la documentación en la guantera y tomé mi pasaporte y mi nuevo carnet de conducir británico del bolso, bajé del coche y deteniéndome frente a él se lo entregué. Era bastante más alto que yo, e incluso resultaba atractivo, metido tan serio en su papel, pero tenía un aire de prepotencia que no me gustaba lo más mínimo.
No me intimidaba su actitud, en absoluto, venía de luchar contra seres sobrenaturales que habían intentado acabar con mi vida una y otra vez. Un agente de la ley que me extendía una multa no era precisa- mente mi idea del terror. Tras devolverme la documentación comenzó a rellenar su impreso; yo aguardaba impaciente a que terminase, apoyada sobre el automóvil.
–¿Seiscientos euros? –exclamé incrédula con el papel entre mis de- dos. No me asustaba una multa, pero aquella cantidad me pareció des- orbitada. Incluso aunque contase en mi poder con treinta mil libras, ingresadas en una cuenta corriente a mi nombre en un popular banco británico, que había encontrado junto al resto de los documentos que componían mi nueva identidad–. Creo que se ha pasado un poco, ¿no?
–Usted es la que se ha pasado las señales de límite de velocidad, unas cuantas, y también se ha pasado varios kilómetros hablando por el móvil, por lo que podría haber ocasionado un accidente –respon- dió, regañándome y pagado de sí mismo, como si yo fuera una niña pequeña.
–No lo creo, conduzco muy bien.
De pronto, un vehículo plateado cruzó a toda velocidad a nuestro lado, muy cerca, cimbreándonos con su energía cinética. El agente, re- suelto, echó a correr hacia su motocicleta para tratar de darle alcance y extenderle otro de sus regalitos.
–Si no está de acuerdo reclame –me dijo desafiante, mientras subía a su moto y partía veloz, con las luces encendidas y toda la parafernalia, tras el nuevo infractor.
Seiscientos euros, se habría quedado a gusto, resoplé de regreso a mi Mercedes prestado. Retomé el viaje, con la misma ilusión aunque un poco molesta por el recibimiento del segundo compatriota con el que me había topado.
Sin embargo, un par de kilómetros más adelante distinguí unas marcas de rueda, un frenazo de automóvil en el suelo en dirección al arcén que continuaba más allá de este, hacia una camino paralelo sin asfaltar al que se accedía por la malla rota de la autopista.
Sentí algo raro, algo extraño en el aire, una vibración terriblemente familiar, y dudé de si continuar mi camino o no.
¿Iba a marcharme sin averiguar si quien atravesó la malla se encontraba bien?
No, seguro que no lo haría. ¿Mantenerme al margen de los problemas? No sería algo propio de mí.
Accedí al sendero de tierra despacio. Solo veía oscuridad ante mí: la noche había caído como una manta gruesa sobre mi cabeza y no había luces, nada. Circulé unos quinientos metros hasta que las luces halógenas de mi Mercedes iluminaron una motocicleta de la Guardia Civil tirada en el suelo, junto a uno de los laterales del automóvil que nos había sobrepasado a toda velocidad minutos antes.
De pie, junto al coche, había un no-muerto alto, rubio, con el pelo muy corto y de punta y el torso desnudo, cubierto únicamente por los hombros por una especie de estola de piel blanca. Asía en alto al guardia, que parecía inconsciente; lo agarraba con ambas manos por el cuello de la guerrera.
Había otro vampiro a su lado, igual de alto y corpulento, también rubio, platino, aunque con el cabello un poco más largo. Los había iluminado con las potentes luces de mi Mercedes. Giré el mando y dejé tan solo las de posición, bajé del coche y caminé hacia ellos con paso decidido.
–Buenas noches, señores –los saludé–. Por lo que parece, les apetece cenar guardia esta noche. No se lo recomiendo, su sangre debe de ser bastante indigesta –sugerí, y ambos me miraron con ojos curiosos.
–¿Quién eres tú? –preguntó el del cabello más corto con voz de ultratumba, casi con un gruñido, mientras me observaba atentamente. Sus ojos eran de un verde pálido, prácticamente translúcidos, escalofriantes. Soltó al agente, que cayó al suelo desplomado. Le habían golpeado y sangraba por la nariz.
–Solo alguien que pasaba por aquí. Largaos, voy a llamar a una ambulancia –dije.
De pronto, el rubio platino se lanzó sobre mí, pero agarré su mandí- bula en el aire, junto a mi cuello. Mi fuerza había aumentado de modo exponencial desde que descubrí mi verdadera naturaleza, desde que comencé a entrenarme, preparándome para mi destino. Y le empujé, tirándole de espaldas. El otro no-muerto contempló la escena divertido. El rubio platino intentó arremeter de nuevo contra mí, pero volví a golpearle, esta vez con fuerza en mitad del vientre, con todas mis ganas, y luego le propiné un buen rodillazo en la entrepierna. Cuando se dobló tomé su muñeca y retorciéndola le hice dar una vuelta completa en el aire, cayendo de espaldas contra el suelo, levantando una pequeña nube de amarillento polvo.
A lo lejos comenzaron a sonar sirenas provenientes de la autopista en nuestra dirección. Conscientes de que los refuerzos que probablemente el guardia habría solicitado antes de ser atacado llegaban, ambos no-muertos cruzaron una mirada y desaparecieron como una exhalación, abandonando el vehículo en el que habían llegado y a nosotros.
Me acerqué a comprobar la integridad del agente, que estaba des- plomado en el suelo y se hallaba desorientado. Trató de incorporarse, pero carecía de las fuerzas necesarias. Le estaba ayudando a apoyarse contra el coche de sus agresores cuando fuimos alcanzados por las coloridas ráfagas de haces de luz de los vehículos policiales, que se acercaban a toda velocidad.
–Gracias –masculló vencido el agente, mirándome fijamente a los ojos, y me pareció mucho menos irritante que minutos antes.
–Tranquilo, te vas a poner bien –aseguré.
Cuando estuvo a salvo con sus compañeros, a los que expliqué lo sucedido –la versión light, la que no incluía a los vampiros, por su- puesto–, me marché. Tratarían de localizar a los asaltantes bateando la zona. Pero a la velocidad a la que se desplazaban los no-muertos, estos podían estar ya en Sevilla cuando comenzaran a buscarlos. Pero quién era yo para destruir sus ilusiones. Me tomaron declaración a pie de coche y finalmente pude continuar mi camino.

2 comentarios:

  1. La verdad es que el primer capítulo me ha gustado mucho. Espero no tardar mucho en comprarme el libro. Gracias por subirlo. Espero que pronto salga el siguiente.

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  2. Te felicito por tu novela.
    Me ha gustado este primer capítulo.

    Saludos

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