El Adagio de la Locura




El adagio de la Locura 


 

María José Tirado


Prefacio

 

             Mikael se asomó por un lateral de la cortina de terciopelo rojo que ocultaba el patio de butacas y observó con detenimiento las filas de asientos repletas de público. Los palcos también comenzaban a llenarse y el teatro se llenaba del bullicio jubiloso previo a cada concierto. El hormigueo que solía recorrer su estómago antes de cada actuación hizo acto de presencia y él lo asumió con una sonrisa que llenó sus labios. Miró su reloj de pulsera plateado, aún faltaba más poco más de una hora para el inicio.

Últimamente siempre era así, los teatros se llenaban con mucha anticipación y el público se mostraba ansioso y entregado con su música.

Un sueño hecho realidad, su sueño hecho realidad.

Si alguien se lo hubiese dicho cuando era un adolescente que tocaba en garitos y daba clases de piano para subsistir, no lo hubiese creído.

Ahora las entradas para sus conciertos se vendían en horas y su rostro había llenado infinidad de portadas de revistas. Incluso había aparecido en las noticias. Sonrió al recordar cómo se atragantó con el café del desayuno al ver su imagen en primera plana en el informativo de la mañana, publicitando uno de sus conciertos en la capital.

Y la publicación en la revista People en español fue la guinda del pastel, el espaldarazo hacia el público no especializado. Le habían sacado en portada, refiriéndose a él como: Mikael Levi, o la nueva música de cámara. En sus páginas interiores decían cosas como que era un autor que rompía moldes, que enamoraba al público y la crítica con el sonido del piano clásico al servicio de la música contemporánea, en una mezcla sin precedentes. Además de nombrarle el músico menor de treinta años más sexy del país. Un titular cuya frivolidad le costó una discusión con la periodista.

Cerró la cortina y se mantuvo al otro lado un instante, pensativo. Se sentía feliz por cómo la ciudad le recibía de nuevo, pero a la vez, triste, porque una vez más, la única persona a la que ansiaba ver en aquellas butacas no estaba allí.

—¿Por qué te gusta tanto Sevilla? —le preguntó Maca, su asistente personal los últimos cuatro años, y con la que en los últimos meses mantenía una relación mucho más personal. Era la sexta ocasión en la que actuaba en aquel teatro, el Lope de Vega, con lleno absoluto de las setecientas cincuenta localidades en cada una de ellas.

La joven le miró con fijeza con sus grandes ojos negros como si tratase de leer en el interior de su mente. Y no supo darle una respuesta, porque para hacerlo tendría que hablarle de Lola. Porque ella y solo ella era la razón por la que su corazón le pedía volver, una y otra vez.

Y sabía de lo absurdo de su esperanza de encontrarla después de tantos años. Que descubrirla de pronto entre el público y que le explicase el motivo de su ausencia, de su silencio, de su abandono, no era más que un sueño, un imposible.

Apretó la mandíbula y forzó una sonrisa, ante la punzada que le producía en el pecho pensarla.

Quizá había llegado el momento de aceptar que jamás volvería a verla, ni a oír su risa escandalosa, ni a sentirse intimidado cuando le analizaba con sus ojos azules.

Nueve años. Nueve años sin saber nada de ella. Nueve años preguntándose si estaba bien, a salvo, e incluso si seguía viva.

Y ni siquiera el paso del tiempo le había ayudado a olvidarla. No sabía cómo cerrar aquel capítulo de su vida que le había ayudado a ser quien era.

Una vez incluso creyó verla, en su segundo concierto en la ciudad, sentada entre el público en uno de los palcos laterales. Fue un segundo, justo antes de que se encendiesen los focos que le iluminarían durante la actuación. Las luces no le permitieron tener una imagen clara, pero pasó todo el recital con el corazón acelerado, convencido de que era ella.

Cuando al fin el telón descendió y los focos se apagaron le arrebató el sombrero y las gafas a uno de los músicos para tratar de evitar ser reconocido y corrió hacia aquel lugar.

En ese momento una mujer rubia abandonaba el palco, vestida con un traje blanco, y él la agarró del brazo. La mujer se volvió y le miró sorprendida. No era ella. En absoluto.

—Discúlpeme, creí que era otra persona —le dijo.

La mujer sonrió al reconocerle y le pidió que le permitiese tomarse una fotografía con él. Mikael aceptó y pronto se formó un revuelo de gente a su alrededor que también querían fotografías. Hasta que Fermín, el jefe de su equipo de seguridad le encontró y le ayudó a salir de allí.  

No quería arriesgarse a formar un alboroto semejante de nuevo, por eso espiaba desde bambalinas antes del inicio de cada concierto.

Miró entre las butacas de nuevo, un vistazo rápido, pero una vez más no la halló.

—Deberías ir a tu camerino y descansar un rato —le pidió Macarena tocándole en el hombro buscando su atención, siempre más atenta a sus necesidades que él mismo.

—Enseguida.

—Algún día tendrás que contarme qué es lo que buscas entre el público.

—Ni siquiera lo sé —mintió, forzando una sonrisa.

—Sí lo sabe, pero es un secreto —dijo Pablo, su amigo y representante, que les había alcanzado después de revisar que todo en el escenario estuviese como era debido. Le agarró del brazo dispuesto a llevárselo—. Yo me encargo —aseguró. Maca se retiró, sin poder camuflar una mueca de malestar por la curiosidad insatisfecha. Pablo tiró de él hasta su camerino, una vez allí Mikael se acomodó en el amplió sofá de piel y éste se sentó frente a él en un sillón acolchado—. ¿Qué te pasa? Pareces más nervioso que de costumbre.

—No lo sé. Hay algo… es una sensación extraña en la boca del estómago.

—Serán ardores —se burló observándole fijamente. Mikael sonrió, su amigo, embutido en un elegante traje azul, le miraba con un gesto que se debatía entre el enojo y el aburrimiento—. ¿De veras pretendes que me trague que no sabes qué te pasa?

—Te has tragado cosas mucho peores —contratacó provocándole la risa.

—En eso tienes razón.

—Es el concierto final de la gira, creo que tengo derecho a estar nervioso porque todo salga bien.

—Ya. Claro que sí —chascó incrédulo ajustándose el chaleco del traje sobre la camisa azul—. A mí no me engañas. Estás así por ella, ¿verdad? Estás pensando en ella.—Mikael desvió la mirada, ¿cómo podía conocerle tan bien? Pablo se pasó una mano por el cabello oscuro, sin importarle despeinar con los dedos el amplio tupé engominado—. Cada vez que vienes te sucede lo mismo y te empeñas en regresar una y otra vez. Han pasado nueve años… Debes aceptar que en nueve años hay muchas oportunidades de salir de entre las sombras, de reaparecer… y más cuando estás en todas las redes sociales habidas y por haber, y en ninguna de ellas hemos recibido un solo mensaje suyo. En ninguna.

—Y lo acepto… Aunque no entienda sus motivos.

—No todo tiene una explicación razonable, a veces la gente no tiene motivos para hacer las cosas, simplemente las hace, y nada más.

—Ella no es así.

—No era así, querrás decir. La conociste hace nueve años, Mikael.

—El mismo tiempo que hace que te conocí a ti y no es que hayas cambiado demasiado.—Pablo enarcó una ceja, incrédulo—. Bueno, vale, es cierto, has cambiado mucho, pero ella no tiene por qué haberlo hecho. Yo la conocí de verdad, la conocí como no he conocido a nadie en toda mi vida —aseguró dolido, no con su mejor amigo, ni siquiera sabía con quién, consigo mismo quizá por mantener vivo su recuerdo—. Es solo que, como no pude despedirme, aún le doy vueltas de vez en cuando…

—¿De vez en cuando? —preguntó Pablo irritado, enderezándose en el sillón—. Dime, ¿dónde tienes la carta?

—No sé dónde está —respondió sin mirarle a los ojos.

—Escúchame, Mikael. Ya no importa cuales fuesen sus motivos. Todos salimos muy tocados de allí, lo que pasó fue… Fue la hostia de fuerte y me jode que vuelvas atrás una y otra vez en lugar de dedicarte a disfrutar de lo que la vida te ofrece ahora, de lo que has ganado con tu talento y tu esfuerzo —dijo muy serio, sentado demasiado recto en el sillón como si el tema del que hablaban le impidiese relajarse lo más mínimo—. No se trata de olvidarla sino de mirar hacia adelante, porque volver al pasado solo te hará daño. Eres un pianista de éxito, ganas tanto dinero que puedes llevar adelante una fundación para ayudar a niños que lo necesitan, y además demostrarle a tu padre cuánto se equivocaba al tratar de impedirte cumplir tu sueño. ¿Por qué cojones no eres feliz?

—Soy feliz.

—Y yo el hermano gemelo de Mario Casas.

—Lo soy, de veras. Soy feliz, pero… lo que sentimos, lo que tuvimos, fue… especial. Casi podría decirte que vi su alma, como ella pudo ver la mía —confesó enderezándose, sentándose en el sofá, mirándole a los ojos como si tuviesen la respuesta a sus preguntas.

—Mikael, tenías dieciocho años y a esa edad los sentimientos se magnifican, más aún en aquellas circunstancias. Date la oportunidad de enamorarte…

—¿En serio crees que eso puede elegirse, Pablo? He tenido relaciones y con ninguna he sentido lo mismo, la misma complicidad, esa sensación de… de estar en casa, a su lado.

—No has tenido relaciones, Mikael. Has salido con algunas de las mujeres más guapas que he visto en mi vida, y mi opinión es bastante objetiva, pero eso no son relaciones, esos son revolcones, son… subsistencia sentimental. Date la oportunidad de conocer a una mujer de verdad, a una real, de las que se levantan despeinadas y con legañas por las mañanas.

—¿Me estás llamando superficial?

—No. Te estoy diciendo que mientras revoloteas entre las dulces y frágiles orquídeas, te estás perdiendo a las hermosas y fuertes margaritas —sentenció, sonsacándole una nueva sonrisa.

—¿Maca es una orquídea o una margarita?

—Maca es un cardo borriquero.

—¡Pablo!

—¿Qué? Sabes tan bien como yo que lo tuyo con Maca no va a ninguna parte.  

—¿Por qué dices eso? Ella me gusta.

—¿En serio?

—Es muy buena persona, es inteligente y es alguien con quien se puede hablar.

—Podría decir lo mismo de mi dentista y no quiero acostarme con él.—Mikael arrugó el entrecejo desconcertado—. ¿Por qué sigues con Maca? De verdad que no lo entiendo, se ve a leguas que no es quien necesitas.

—Ah, ¿no? Y a quién necesito, según tú.

—Pfff… Ojalá fueses gay, iba a presentarte a un par de amigos que te quitarían esa cara de amargado que arrastras.

—Pero no lo soy, tengo muy clara mi heterosexualidad. ¿Y qué te pasa con Maca? Llevas un tiempo que parece que no la soportas y me consta que antes te caía muy bien.

—¿A mí? —dudó algo irritado—. A mí no me pasa nada con Maca.

—Incluso ella se ha dado cuenta y piensa que estás celoso porque en el fondo estás enamorado de mí —confesó divertido. 

—¿Eso te ha dicho? ¿Ves? Mientras fue solo tu asistente personal, antes de que plantases tu cebollino en su huerto, no iba de novia de artista.

—¿Y crees que ha cambiado por mi culpa?

—No, la única culpable es ella. O quiza siempre haya sido así pero no hemos sabido verlo —dijo como si reflexionase para sí mismo—. Bueno, por si te has hecho ilusiones, que sepas que no eres mi tipo y además soy muy feliz en mi relación.

—Lo sé. Se lo dije. Y no pienso que Maca haya cambiado.

—Pues yo sí. Y no me cae mal, a pesar de lo que pueda parecer, simplemente…  ¿Quieres que sea franco?

—Lo serás de todos modos.

—Por supuesto. De lo contrario no sería un amigo, sino un palmero. Ella quiere que formalicéis vuestra relación, en plan anillito con un buen pedrusco, flores y comida con los suegros.

—¿Te lo ha dicho?

—No directamente, pero va presumiendo de ser tu novia, de que tiene un cepillo de dientes en tu apartamento… No para de decir lo bien que le caerás a su madre… Y yo sé que nada de lo que ella espera va a suceder. Lo sé porque te conozco y porque de lo contrario, no suspirarías por los rincones como un alma en pena por alguien que te rompió el corazón hace casi una década.

—Te habrás quedado a gusto.

—Y también sé que el haberte liado con tu asistente personal te traerá problemas en cuanto decidas romper con ella. Hay un sabio refrán budista que dice: Donde tengas la olla, no metas la p…

—Muchas gracias por tu franqueza, es suficiente —le cortó—. Estoy bien con Maca, estamos conociéndonos como pareja, porque como amiga y profesional ya sabía que es genial, no sé si duraremos mucho o poco, ¿quién puede saberlo? Y no suspiro por los rincones.

—Sí que lo haces, a tu lado Bécquer se queda en un mero aficionado.

—Gracias por tu apoyo, ya me siento mucho mejor. Y soy más de Essenin, recuerda.

—Desde que eres famoso te hacen tanto la pelota que alguien tiene que decirte las verdades a la cara y esa es mi función.

—Pues no es necesario que te esmeres tanto.

—Vamos, no ha sido para tanto —bromeó, dándole un golpe en la pierna, haciéndole sonreír—. Descansa un poco y despeja la mente. Es el cierre de la gira y tienes que dejarlos con la boca abierta, una vez más —sentenció poniéndose de pie, estirándose el traje, y caminó hacia la salida—. Mucha mierda, amigo.

—Gracias —respondió antes de que se marchase dejándole a solas en la habitación.

Mikael se incorporó y caminó hasta la mesa alargada sobre la que había dejado su pequeño maletín de viaje de piel, lo abrió y extrajo de este una carta manuscrita, amarilleada por el paso del tiempo. La llevó al pecho, y la apretó con suavidad, caminó hasta el espejo y se detuvo ante este.

 Se miró en él, los ojos almendrados y grises, la nariz recta, los labios llenos rodeados de una barba de varios días de color castaño oscuro, el mismo que el cabello corto y ligeramente ondulado en el flequillo.

¿Qué quedaba en él, a sus veintisiete años, del Mikael adolescente que odiaba su vida, que odiaba vivir?

Poco o nada.

Su vida, la que cambió de forma radical desde el momento en el que decidió tomar el control, enfrentándose a sus padres, a su padre, al mundo que le rodeaba, desde que la conoció y ella le dio las alas que necesitaba para volar…

¿Dónde estás Lola? Se preguntó una vez más.



 



 

PRIMERA PARTE

El redil de las ovejas negras

 

 

 

 

1

 

 

 

 

Mikael

 

Nueve años antes.

 

 

             El día en el que conoció a Lola, Mikael solo quería morir. No morir de amor, ni de ningún modo metafórico o romántico, quería morir, sin más.

             Aún estaba aturdido por la medicación que le habían administrado en el hospital, contra su voluntad, pero, sobre todo, se sentía defraudado con el mundo. Todo lo defraudado que se puede estar a los dieciocho años.

Defraudado con sus padres, por mirarle con aquella lástima de rostros arrugados y ojos enrojecidos que exhalaban en el aire a cada respiración, en la que envolvían todo su enfado y decepción. Él no era el hijo que ellos habrían deseado, en absoluto.

También estaba enfadado con los médicos por hacerle el lavado de estómago, ¿qué mierda les importaba a ellos su vida?

Con las pastillas, por no ser lo bastante rápidas, con el mundo por seguir girando como si nada hubiese sucedido. Pero sobre todo estaba enfadado consigo mismo, porque era tan inútil que ni siquiera había sido capaz de suicidarse.

Su madre le hablaba, pero ni siquiera la oía. La observaba verter lágrimas, cómo estas trazaban hilos brillantes por su mejilla hasta llegar a sus labios, empapándolos, y entonces las chupaba y se las tragaba. Y él no podía evitar pensar que hasta para eso era cuadriculada, fluido que emitía, fluido que recuperaba.

Su padre en cambio le miraba sin decir nada y la sostenía de la mano, los dos frente a él, sentados en el sofá de terciopelo verde de la consulta de aquel psiquiatra de cara alargada y bigotillo ridículo, enfrentados. Una metáfora de su propia vida, pensó.

Internarle en aquella clínica de salud mental era su modo de castigarle por haberles decepcionado, una vez más.

Su padre seguía sin decir nada. Él nunca decía nada, solo sabía gritar o guardar silencio, hubiera preferido que le hubiese abofeteado, que le hubiese sacudido por los hombros preguntándole por qué lo había hecho. Cualquier cosa era preferible a su mirada de decepción y su silencio, que le hacían sentir cuánto se arrepentía de haberle adoptado diez años atrás.

Su silencio dolía mucho más que cualquier palabra.

Se despidió de ellos con frialdad, con su libro favorito en una de las manos, una de las pocas pertenencias que le habían permitido llevar, y un bolso de viaje en la otra. Ni siquiera se volvió a mirarlos cuando el doctor le acompañó al interior de la clínica.

Aún no lo sabía, pero más allá de las puertas de cristal que separaban el área de consultas externas de la clínica, existía un mundo paralelo en el que debería pasar las siguientes semanas de su vida. Un mundo de pasillos anaranjados y puertas blancas. Un mundo en el que pronto descubriría que gobernaban reglas distintas a las del exterior. Reglas particulares y sencillas pero necesarias para sobrevivir en él.

Se detuvieron ante el mostrador de recepción. La recepcionista le entregó un bulto de sábanas al psiquiatra, el tipo alto y escuálido continuó hablándole tan despacio como si creyese que la medicación le había fundido el cerebro y fuese un milagro que lograse entenderle. Le dijo que debía hacer su cama e instalarse en su habitación, la número 14.

—Entrégale el bolso de la ropa, hará un inventario de todas tus pertenencias —pidió indicando hacia la recepcionista. Le obedeció, dejándolo sobre el mostrador.

La mujer preguntó algo al doctor y comenzaron a hablar entre ellos.

En ese momento Mikael miró hacia el pasillo que se extendía a su izquierda, al fondo, antes de que se doblase hacia la derecha, había dos tipos que llamaron su atención. Uno de ellos era de su altura aproximada y delgado, casi huesudo, con la frente prominente y el flequillo rubio cortado a cepillo. El otro, bastante grueso, también alto y con la cara llena de granos. Ambos vestían ropa deportiva. Parecían discutir, pero ninguno miraba a los ojos del otro. Como si se respondiesen por medio de una especie de angelito del bien y del mal subido a sus hombros. Ninguno debía tener mucho más de veinte años.

No pudo evitar preguntarse a qué clase de sitio le habían llevado a recuperarse, aquello parecía un loquero en toda regla, pero entonces la vio y aquel pensamiento se esfumó de su mente, estallando como una pompa de jabón. ¡Plof!

Una joven caminó entre los pacientes con andar decidido, sin que su extraña actitud la amedrentase un ápice. Era preciosa, rubia, con el cabello lacio sobre los hombros, muy menuda. Vestía un peto vaquero, una camiseta blanca de mangas demasiado largas para aquella época del año y zapatillas rojas. Se dirigía en su dirección y cuando sus ojos se encontraron le miró con curiosidad.

Al alcanzarle le guiñó un ojo, descarada, y continuó su camino con una sonrisa en los labios. Pero su expresión cambió al mirar al doctor que le acompañaba, como si no le hubiese visto hasta entonces, enseriando en el acto antes de alejarse de ambos. Él también le miró, su gesto era severo mientras se despedía de la recepcionista con cierta urgencia.

—Vamos, te acompañaré a tu habitación —dijo serio, entregándole la ropa de cama e instándole a seguir sus pasos.

Echó a andar siguiendo sus indicaciones. Los dos pacientes del pasillo ofrecieron la mano al doctor como saludo, con la mirada perdida, y este se las estrechó veloz, como un gesto repetido mil veces al día. Cuando giraron la esquina se inclinó un poco y con tono confidencial le dijo:

—Si me permites un consejo, no te acerques a esa chica.

—¿Qué chica?

—La que acaba de guiñarte un ojo. ¿No creerás que no lo he visto?

—¿Es una paciente?

—Sí. Es mi paciente desde hace años.—Aquel mi sonó casi posesivo, pensó Mikael—. Si no quieres quedarte aquí más tiempo del necesario, aléjate de ella.

—¿Es peligrosa?

—Mucho.

—No lo parece.

—Por eso lo es aún más—añadió arrugando el entrecejo en un mohín de incomodidad por su insistencia.

El psiquiatra fue nombrando cada una de las habitaciones: despacho de psicología, despacho de psiquiatría, despacho de terapia ocupacional, sala de usos múltiples, sala de televisión, fisioterapia... Sin que le prestase la menor atención. Atravesaron unas puertas cortafuegos y recorrieron un nuevo pasillo de puertas cerradas, que se abría en dos alas.

Tomaron la de la izquierda, en esta ocasión en la esquina superior derecha de cada una de las habitaciones, en un metacrilato, había grabado un número con letras azules junto al logotipo de la clínica, una representación en tinta azul de La Giralda y el nombre en letras árabes, Clínica Híspalis. Se detuvieron al llegar a la que tenía el número indicado, el 14.

El doctor la abrió, estaba vacía. Era un dormitorio pequeño con dos camas desnudas, con una pequeña estantería sobre el cabecero, dos mesitas de noche, dos sillas y una ventana alta. Una puerta lateral proporcionaba acceso al baño.

—Esta es tu habitación, instálate. Mañana comenzarás con las terapias, a tu ritmo. Puedes venir a verme primero a mí y después al psicólogo o la terapeuta, o a la inversa. En la puerta de la sala de usos múltiples, así como en el despacho de terapia, hay un pequeño cuadrante con todas las actividades de la semana —dijo.

—¿Es obligatorio asistir a las actividades?

—Es recomendable para tu recuperación. No hay nada obligatorio aquí, pero cuanto antes te encuentres bien antes podrás marcharte. Échales un vistazo a las actividades, hay desde bolos a talleres de cocina, además en breve comenzaremos con la natación en la piscina cubierta que hay al final del jardín. No pierdes nada y hará que los días pasen más rápido. Ahora descansa y acomódate.

—¿Cuántos días voy a estar aquí?

—Los necesarios. Ponte el chándal que encontrarás en el armario y deja tu ropa dentro de la bolsa amarilla de la cesta del baño.

­—¿Tengo que vestir ese chándal a diario?

—No. En cuanto hagan inventario de tu ropa la colocarán en el armario, esta noche, o como muy tarde mañana por la mañana —respondió, aproximándose a la puerta para marcharse—. Y recuerda, estamos aquí para ayudarte.

—Ya. ¿Cuál era su nombre?

—Quintanilla, doctor Quintanilla —recalcó antes de abandonar la habitación, dejando la puerta entreabierta.

Mikael la cerró. Miró las dos camas vacías y soltó las sábanas en la que estaba más próxima a la ventana. Dejó su libro en la mesita de noche, subió a la cama y miró a través de esta, daba a un jardín que parecía enorme y en el que había varios pacientes paseando arriba y abajo. Tras la ventana había una reja. Resultaba lógico en un centro en el que trataban con pirados suicidas como él, pensó.  

Estiró las sábanas e hizo la cama, después se desnudó y echó toda la ropa, excepto la interior, en la bolsa amarilla del baño, dentro de una cesta blanca como le habían indicado. Se puso el chándal, dos tallas más grandes de lo necesario, se tumbó sobre el lecho y cerró los ojos.

Por primera vez sintió arrepentimiento por lo que había hecho, no por intentar acabar con su mísera existencia, sino por haber fallado, acabando allí.


  

 

2

  

 

Mikael

 

Fueraaaaaa….

Fueraaaaaaa….

El grito desgarrador le despertó. Alguien gritaba como si la habitación estuviese en llamas. Dio un respingo y se revolvió en la cama buscando el origen, descubriendo entonces a un tipo rubio, grueso y alto como una montaña a los pies de su cama, que le observaba con ojos desorbitados y no dejaba de vociferar: Fueraaaaaa… Fueraaaaa...

Le miró sin entender nada, inmóvil, consciente de que dada su envergadura de un solo guantazo podría enviarle a la estación espacial internacional.

Pero el tipo continuaba gritando lo mismo, sin parar.

—Esa es su cama, no deberías haberla ocupado —dijo alguien desde la puerta, una voz femenina, aunque la corpulencia del individuo no le permitía ver de quien se trataba. Se inclinó a un lado, era la chica del pasillo, masticando chicle y mirándole con aire aburrido. Mikael se incorporó, hizo un montón con las sabanas y las arrojó a la otra cama.

La reacción fue inmediata, como si le hubiesen desconectado el interruptor a aquel gigantón. Guardó silencio, se fue directo al lecho que él había ocupado y se tumbó sobre el colchón, acurrucándose sobre este como un animalillo en su madriguera, regalándole la visión de su amplia espalda peluda bajo una camiseta blanca de tirantes con manchas de sudor.

—No sabía que fuese su cama. ¿Es mi compañero de habitación? —preguntó a la chica rubia, tomando su libro de la otra mesita de noche y dejándolo sobre la suya.  

—Has tenido suerte.

—¿Suerte?

—Con Jan, mientras no te apropies de sus cosas, todo irá sobre ruedas, hay compañeros mucho peores aquí —aseguró encogiéndose de hombros. Mikael no sabía si creerla, aquel tipo parecía un completo demente. Ella dio un paso dentro de la habitación observándole de arriba abajo, haciéndole sentir incómodo.

—¿Se llama Jan?

—Sí. Jan Jurguerstein o algo así.

—¿Y cómo sabré cuáles son sus cosas?             

—Puedes preguntarle, no muerde. De todos modos, es obvio, las que no sean tuyas, ¿no te parece? —preguntó con una sonrisa irónica.

—¿Duerme sin sábanas?

—Cree que en las sábanas hay bichos que le recorren el cuerpo mientras duerme. Eso le asusta bastante. Recuerda, no toques sus cosas y todo irá bien. De todos modos, aquí no hay mucho que tener. Un libro, una fotografía, un cuaderno, poco más… —Dio un paso hacia la mesita de noche en la que había dejado su libro, lo tomó sin permiso—. Antes de octubre, Serguéi Essenin —leyó el título y lo devolvió a su lugar—. «Del abedul en el bosque oscuro, zarcillos sonoros cuelgan, y con los brotes de las lilas en el jardín, la mariposa revolotea.» —recitó de memoria, con la mirada perdida en el horizonte, sin la menor emoción, dejándole estupefacto. 

—¿Conoces a Essenin? —preguntó incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír. Era la primera vez que se tropezaba con alguien de su edad aproximada que supiese de su obra, que conociese su nombre siquiera.

—Tuve que hacer un trabajo en el instituto sobre los principales poetas rusos y, a veces, no puedo evitar recordar cosas inútiles —añadió sin más y dándose media vuelta se marchó de la habitación sin despedirse.

A él desde luego, conocer la obra de su poeta favorito le parecía de todo menos inútil. Pero ¿quién era aquella chica? Ni siquiera le había dicho su nombre.

El doctor Quintanilla le había advertido que no debía acercarse a ella. Y no lo había hecho, era ella quien se le había acercado.

¿De verdad era peligrosa? No lo parecía.

Su compañero de habitación dio un ronquido, sobresaltándole. Le miró, o mejor dicho a su espalda. Al pantalón de chándal gris se le había doblado la cinturilla permitiéndole ver su hucha peluda, una imagen de lo más desagradable, pensó. Ajeno al resto del mundo, se había dormido con placidez sobre el colchón.

¿Dónde me han metido? Volvió a preguntarse.

¿En serio sus padres creían que estar encerrado en aquel lugar le devolvería las ganas de vivir?

Tomó las sábanas para hacer la que, ahora sí, era su cama y decidió que hablaría con el doctor para preguntarle si era seguro dormir junto a aquel tipo con aspecto de luchador de sumo nórdico y falto de higiene.

Al tirar de la sábana de algodón ajustándola al colchón sus dedos se encogieron en una especie de espasmo y los estiró de inmediato. Algo en su interior le dijo que añoraban las teclas, casi tanto como las odiaban. Ese pensamiento provocó que una punzada honda le llenase el pecho en un instante, como un fogonazo ardiente, sintió que su respiración se aceleraba y sus vías respiratorias se estrechaban. Como si algo le constriñese la garganta. Percibió que se le disparaba el pulso y le inundaba la sensación inminente de que algo horrible iba a suceder.

Se tumbó en la cama y miró al techo, tratando de controlar la respiración, pero la opresión en el esternón era cada vez mayor.

Comenzó a acariciar con los dedos el medallón que colgaba de la fina cadena de plata que llevaba al cuello.

Tranquilízate y pasará.

Tranquilízate y pasará.

Se repitió una y otra vez como un mantra.

No era la primera vez que se sentía así.

Aquellos ataques de ansiedad le habían asaltado casi cada semana durante los últimos dos meses.

Desde que comenzó la recta final para su actuación en el Teatro de la Maestranza aquella angustia que antes había sido capaz de mantener a raya se había hecho con el control y ya no era capaz de sobreponerse a ella.

Inspiró lo más despacio que fue capaz y apretó los puños mientras percibía cómo el corazón le golpeaba las costillas.

Sentía tanta rabia como impotencia al no ser capaz de dominarlo y esto no hacía sino aumentar la ansiedad en un círculo vicioso difícil de cortar.

Su padre no podía disimular su enfado cada vez que fallaba una nota como un principiante, y cuanto más tropezaba entre las teclas, más le obligaba a ensayar. Más horas de ensayo, menos descanso, más ansiedad... Los dos últimos días antes del… incidente, fueron catorce horas diarias frente al piano, ya en aquella ciudad.

«¿Sabes cuánto me ha costado conseguir esta oportunidad para ti? Si la desaprovechas no habrá otra igual, nunca. Fallar no es una opción». Le había recriminado una y otra vez durante esas horas. Él agachaba la cabeza y volvía a comenzar.

Una y otra vez.

Una y otra vez.

Y pensaba en el esfuerzo que les había costado a sus padres preparar su debut con la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla.

Y maldecía su suerte al ser seleccionado por el comité nacional de música clásica como representante para el Concurso de Jóvenes Músicos Europeos, que se celebraría en Austria, en dos meses.

Su padre había invitado a todos los grandes pianistas del país y sus representantes a su debut previo al concurso.

Había invitado a las personalidades y políticos locales.

El director de la orquesta, Mateo Torres, era amigo personal de su progenitor y había organizado un recital sin parangón. El prestigio como maestro del gran pianista Joaquín Levi, su padre, estaba en juego, porque él era su mayor creación.

No podía fallarles después de todo lo que habían hecho por él.

Después de que le hubiesen arrancado de la pobreza de un orfanato en su Rusia natal y le hubiesen proporcionado una familia, una profesión.

Después de todo.

Nada.

Los calambres en los dedos.

La opresión en el pecho.

Tranquilízate y pasará.

Tranquilízate y pasará. Volvió a repetirse.

Pero no pasaba.

Como no pasó la noche del incidente.

El recuerdo volvió a su cabeza, aquello sí que no le ayudaría a tranquilizarse.

Pero no podía evitar pensar en ello.

Cómo odiaba ser incapaz de controlar aquellos recuerdos.

La noche en la que sintió que no podía más y decidió acabar con todo, para siempre. En la que se coló en la habitación de sus padres en el hotel y se tomó de una sola vez todo el blíster de ansiolíticos del neceser de su madre y después se encerró en su habitación.

Despertó un día más tarde en la unidad de cuidados intensivos del hospital Virgen Macarena.

Fue el psiquiatra del hospital quien, antes de darle el alta, les recomendó a sus padres que le ingresasen en aquella exclusiva clínica durante un tiempo, porque afirmaba percibir que estaba mintiéndoles cuando le decía que se arrepentía de haber tratado de suicidarse.

Un hacha el tipo, pensó Mikael.

Cuando despertó, en la UCI, las primeras palabras de su padre fueron: ¿Es que eres idiota? ¿Sabes cuánto va a costarnos esta tontería tuya?

Esta tontería tuya.

Y ante su silencio añadió: Menos mal que he podido justificar tu ausencia alegando una apendicitis y realizaremos el concierto en un mes. Así que ya puedes espabilar.

Un mes.

No fue capaz de decirle que no quería realizarlo en un mes, ni en dos, ni nunca. Que no quería volver a tocar el piano. Que sentía pánico ante la mera idea de hacerlo.

Pero nunca era capaz de decirle nada.

Tenía pavor a la expresión de su rostro cuando algo le disgustaba. Nunca le había lastimado físicamente, pero sus castigos podían ser bastante crueles.

Él era su creación y no estaba dispuesto a perderla.

Jan dio otro ronquido, sacándole de sus pensamientos, y después dejó de respirar. Mikael continuó en silencio tratando de oír su inspiración, pero esta pareció no llegar durante unos segundos eternos. Hasta que por fin dio un gran resoplido que debió llenarle los pulmones de una sola vez.

Ese mastodonte demente sigue vivo. Se dijo para sí.

Tenía que marcharse de allí, cuanto antes.

Preventa

El Adagio de la Locura 


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