Nací para ser rey. Desde el mismo instante de mi nacimiento la sombra de la resplandeciente corona británica sobrevoló mi cabeza, noche tras noche, marcando mi existencia. Su majestad Charles Robinson, respetado monarca vampiro de Gran Bretaña, no sólo había tenido un hijo, también un sucesor, un heredero purasangre con el que contentar los oscuros ojos sobrenaturales de todos sus súbditos.
Consciente
de ello mi padre me educó con severidad, tratando de inculcar en mí su modo sensato
de gobernar y su pasión por el diálogo como arma frente los más diversos
conflictos. Intentando forjar en mí, desde la mas tierna infancia, un proyecto
de rey paciente, cercano, de genio templado y sangre fría. Las formas son importantes - repetía mirándome fijamente con sus
brillantes ojos negros llenos de una sensatez inconmensurable -. Más aún cuando debes regir sobre una legión
de vampiros; seres inteligentes, calculadores, despiadados, aunque
potencialmente irracionales ante el deleitoso ronroneo de un abundante torrente
sanguíneo, de un corazón palpitante, de la calidez de la sangre ajena – decía
con una excepcional sabiduría.
Ahora
sé por experiencia lo difícil que es mantener la compostura cuando la sangre
humana palpita dentro de ti, cuando el fervor inigualable de la esencia vital
de otro ser circula en el interior de tu organismo. Y más aún cuán ardua es la tarea
de mediar entre vampiros cegados por la sed, el odio y en ocasiones un
intrincado rencor de siglos cargado sobre sus espaldas. Pero un rey debe ser
capaz de hacer ambas cosas, y hacerlas bien. Nunca nadie logrará igualar a
Charles Robinson, mi padre, en esa capacidad.
Cuando
pienso en él el orgullo invade cada célula de mi cuerpo, orgullo por su labor
como monarca así como por todo lo que hizo para protegernos, a mi madre, a mi
hermana Louise y a mí, el mayor tiempo que le fue posible de los conflictos que
asediaban nuestro mundo. Y no puedo
evitar sentir que le debo demasiado, y el temor a defraudar las esperanzas que
depositó en mí me ha dividido entre razón y devoción demasiado a menudo desde
su trágica pérdida.
Pero
ninguno de ambos; ni Charles ni yo, podía contar entonces con la llegada de
Anna. Con lo que representaría para mi vida inmortal conocerla. Humana,
inocente, frágil.
O
eso creía.
Anna.
Dínorah.
Suspiré,
tratando de borrar su imagen, de evaporarla de mi interior junto con el soplo
de aire exhalado. Una vez más había acudido a mi mente de un modo irremediable.
Al cerrar los ojos podía verla, podía imaginar su sonrisa, sus hermosos ojos
verdes, el delicioso perfume de su cuerpo, el suave tacto de sus labios…
Rememoraba una y otra vez nuestro único y fugaz beso. Mi beso. Aquel al que
ella había sido incapaz de responder, hiriéndome profundamente.
Y
me preguntaba, ¿por qué? ¿Por qué ella? ¿Por qué no podía borrarla de mi
mente?, ¿Por qué intentaba ahogar mi dolor con la sangre de una mujer distinta cada
noche, resignado ante un sabor, ante un aroma, ante una caricia que jamás sería
la suya?
Inspiré
profundamente inhalando la esencia de la joven que permanecía en mi lecho,
antes de perforar la piel con mis colmillos. Recordaba aquel olor, el olor de aquella
piel, de nuestro primer encuentro varios meses atrás, así como el sabor de la
joven voluntaria también resultó
familiar para mí cuando su sangre comenzó a recorrer cálida mi garganta, no por
particularmente deleitoso, pero sí agradable, como lo era el tacto de su piel,
de su cuerpo menudo y suave.
La
apreté contra mí, acariciando el cabello oscuro que se deslizó como seda entre
mis dedos, mientras me abrazaba apasionada, entregada, cariñosa. Y por un
momento me concentré en hacerle el amor, a ella, a la joven de los bonitos ojos
negros.
Pero
Anna regresaba una y otra vez a mi mente… Sus labios, seductores, hipnóticos
aun sin proponérselo. El modo en el que mordisqueaba su labio inferior presa
del nerviosismo, me enloquecía. Así como lo hacía la rítmica melodía de su
respiración cuando reíamos, cuando conversábamos distendidamente, en ocasiones
incluso a cerca de sus amantes, con una complicidad jamás imaginada. Pero todo había
cambiado a raíz de mi… transformación. Soy consciente que desde que dejé de ser
un chiquillo ante sus ojos, desde que me convertí en el vampiro adulto que
ahora soy, ella no pudo volver a mirarme del mismo modo, aunque se esforzase en
fingir que era así.
Jamás
podrá imaginar cuanto me reprocho a mi mismo haberle confesado mis
sentimientos, pues lo que más me aterroriza desde entonces es haber mancillado
nuestra amistad con mi verdad. Porque si en mis noches de horas eternas en su
ausencia la anhelo como compañera, como amiga la necesito. Y sin embargo,
tampoco podría haber continuado por más tiempo callándome lo que sentía por
ella, lo que aún siento. Necesitaba decirlo, en voz alta, lo gritaría al mundo
entero si ella correspondiese a este amor. Pero no es así.
Anna. Si pudiese tan
sólo imaginar cuanto la amo, de hasta dónde estaría dispuesto a llegar por
ella, quizá entonces lograse verme como quien realmente soy, un vampiro, un
hombre, y ella una mujer, sin que importase nada más.
Lo más difícil de
entender es que dentro, profundamente dentro de este inmóvil corazón, de un
modo irracional aún siento que nos pertenecemos el uno al otro.
Quizá
logre olvidarla, quizá llegue la noche en la que halle a la mujer que me ayude
a hacerlo, a llenar este vacío inmenso que siento en mitad del pecho, este
profundo dolor que supone tenerla a mi lado y no poder amarla. Quizás exista
esa compañera, humana o vampira, que me ayude
a volver a verla como a una amiga y nada más. Debo entonces seguir buscando, no
sé por cuánto tiempo. Mi mente me dice que desearía que fuese la princesa Layla,
todo este paripé de conveniencia sería mucho más llevadero entonces, pero a mi
corazón le resulta inimaginable llegar a sentir algo por ella.
Retiré
mis labios de la yugular de la muchacha, lamí su suave cuello, agradecido, a la
vez que abandonaba su cálido interior cuando aún se estremecía. Contemplé su
cuerpo desnudo sobre la cama, sus pechos pequeños y redondeados, me observaba extasiada,
agotada, complacida, con una dulce sonrisa en los labios. Había terminado de
beber de ella, me había deleitado con su goce, sin embargo después del cénit,
del álgido placer, no podía evitar volver a sentirme vacío, de nuevo. Tomé
asiento en la cama. Ella rodeó mi cuerpo con sus brazos cálidos, sellando su
torso desnudo a mi espalda, caliente, suave, humano. Apreté los dientes furioso
conmigo mismo, una vez más.
- Sí, por supuesto que lo has sido, muy de mi
agrado - aseguré forzando una sonrisa para ella, pero no mentía, era una joven
hermosa, entregada, con una piel suave como el melocotón y un corazón fuerte y
veloz -. Ahora agradecería que me dejases solo, por favor – pedí, y la
muchacha, sin una palabra más, con la prudencia que caracteriza a los voluntarios, tomó sus ropas del suelo,
cubriendo su menudo cuerpo con ellas, y abandonó la habitación dedicándome una
última sonrisa.
Tenía
que olvidarla, centrar todas mis energías en conseguirlo, me repetí sentado en
la cama, con el rostro hundido entre las manos. Aunque no alcanzaba a imaginar
cómo. En unas semanas me desposaría con una completa desconocida, cumpliendo la
voluntad de mi difunto padre, sirviendo a mi reino, como era mi obligación y mi
deber, algo que en absoluto me preocuparía de no ser porque estaba convencido
de que aquel matrimonio la alejaría definitivamente de mí.
Me
vestí ante el largo espejo de pie del dormitorio, serví un vaso de brillante
sangre de una de las botellas del aparador, y ataviado en mi regio atuendo
sentí cómo por primera vez, dentro de mi interior brotaba, como el manantial
que surge de entre las rocas, la fuerza, la decisión, la entereza, necesarias
para olvidarla.
Aquella
noche, cuando Anna regresase de Magnolia Sunrise donde había disfrutado de unos
días de descanso con su familia humana, cuando por primera vez volviésemos a
encontrarnos desde su marcha y enfrentase las esmeraldas de sus ojos de nuevo,
nada la haría sospechar que sufría por su amor. Entonces volvía a ser el rey vampiro
de Gran Bretaña, y, como el payaso que se embute en su colorido uniforme, lo
que sintiese Martin Robinson, como vampiro, como hombre, nada importaba.
Encantador mordisco, precioso.
ResponderEliminarVampiro o no,,, en el corazón no manda la razón, por mucho que uno lo intente.
Besos María José.
Me ha encantado. Este es mi mordisco preferido, sin ninguna duda. Qué emoción ver las cosas a través de los ojos de Martin.
ResponderEliminarAiiiix mi Martin...como el mismo dice....siente que de un modo irracional se pertenecen el uno al otro...
ResponderEliminarYo tambn lo siento!jajaja...me a encantado leer "mordiscos"
Besitoss