julio 18, 2012

Mordisco nº 4, Demonios de la Noche

Pues ya somos más de 300 seguidores en Facebook, y aquí está mi regalo para tod@s vosotr@s que con tanto cariño aguardáis cada letra de Entre Vampiros. Espero que disfrutéis leyendo este nuevo Mordisco de Entre Vampiros tanto como yo lo hice al escribirlo. Un beso enorme a tod@s y mil gracias por estar ahí :).
Mordisco nº 4,
Demonios de la noche

             Mi nombre significa elegida, mi madre decidió otorgármelo porque fui la única niña nacida tras cinco hermanos, eso sí lo recuerdo. Aún a pesar de que los siglos continúen amontonándose sin que pueda volver a oír su dulce voz llamarme por él. Crecí a orillas del rio Oxo, en una ciudad entonces pequeña aunque emergente llamada Bactra, en pleno corazón de Asia. Mi padre era un humilde pastor y comerciante, de pieles, creo, y en mi privilegiada memoria aún conservo recuerdos de una infancia feliz. Crecí jugando entre cabras, corriendo detrás de tras las mariposas y bañándome en las calmosas aguas del caudaloso río.
            Fue allí donde le conocí, en el río. Una tarde en la que con mis manos lavaba una gran cesta de ropa, mientras un grupo de niñas y niños varios años mayores que yo se bañaba en las aguas del Oxo, vestidos, con las ropas pegadas a sus menudos cuerpos. Reían y jugaban con una pelota de piel de cabra curtida.
Yo les observaba, embelesada, mientras golpeaba las humildes prendas de mis hermanos contra aquella enorme piedra plana, restregándola con el jabón que habíamos fabricado días antes.
            Entonces la pelota cayó justo frente a mí, salpicándome, quedando trabada entre las rocas, y uno de aquellos chicos corrió hasta mi lado para recogerla.
            El sol brillaba a su espalda, regio, soberano, deslumbrante. Envolviéndole en una especie de halo que en aquel momento me pareció mágico. Su piel era oscura, cetrina, mucho más que la mía, y en su cuerpo enjuto se marcaban las costillas, aunque era alto y espigado. El chico me miró a los ojos y sonrió, desplegando una sonrisa inmaculada entre los labios.
- ¿Me la das? – pidió, refiriéndose a la pelota, y yo se la entregué. Con gran agilidad la lanzó de vuelta hacia sus amigos -. ¿Cómo te llamas? – preguntó, pero yo no respondí, tímida, incapaz de enfrentar sus grandes ojos de un particular color miel -. Yo me llamo Shapur, ¿quieres jugar con nosotros, niña? – inquirió y yo negué con la cabeza, cubierta por un pañuelo de algodón azul, aún me restaba mucha ropa por lavar y además no le conocía, le había visto en el pueblo, alguna vez, pero nada más.
- No puedo – apunté indicando hacia la enorme pila de prendas, el muchacho resopló compasivo, para esbozar después una sonrisa tan amplia como el horizonte.
- Si quieres puedo echarte una mano – propuso para mi sorpresa -. ¿Qué? Sé hacerlo, ayudo a mi madre… - explicaba mientras yo me hallaba tan sonrojada que no podía alzar los ojos para mirarle siquiera, sólo deseaba que se marchase.
- ¡Shapur, vamos! – le llamaron sus amigos, uno de ellos incluso se acercó hasta nosotros en su busca.
- No, gracias. Puedo hacerlo sola – repliqué cuando el otro chico nos había alcanzado.
- Está bien, ojos-bonitos, ya nos veremos – aseguró halagando el particular color turquesa de mis iris, estirando sus voluminosos labios en una nueva sonrisa antes de regresar con el resto del grupo.
            Yo tendría catorce años entonces y él alrededor de dieciséis.
            Aquel fue nuestro primer encuentro, cómo olvidarlo si me pasé los siguientes cinco años bajando a aquel río con la esperanza de volver a verle.
            Pero no fue así, después de aquella nimia conversación que compartimos a orillas del Oxo, aquel joven, Shapur, sencillamente desapareció. No volví a verle en el río, ni en la ciudad cuando acompañaba a mi padre al mercado, ni en las fiestas religiosas… Fue como si se lo hubiese tragado la tierra.
            Con el paso de los meses supe que su madre se llamaba Amina, que era una mujer repudiada, como cualquier madre soltera de aquel entonces, y que vivía al otro lado de la ciudad con sus padres quienes se habían apiadado de ella y le permitían compartir su casa.
            También tuve conocimiento de que el abuelo de aquel joven contaba con la fama de ser el mejor herrero de la todo el imperio. Generales de todo el ejército persa acudían desde los más recónditos lugares hasta la ciudad de Bactra por la fama de sus magníficas espadas. Fue así como Shapur, cuando aún era casi un niño, fue reclutado para la armada más poderosa del mundo. El ejercito Persa.
            Un buen día oí, gracias a espiar discretamente una conversación entre mi padre y nuestro vecino, como aquel muchacho, al que todos creían hijo ilegítimo del mismísimo rey Jerjes, había llegado a convertirse en general. Según relataba su propio abuelo orgulloso. Quien le había fabricado la mejor de todas las espadas, un arma ágil, con la hoja damasquinada y empuñadura de bronce con la que según las historias, el joven Shapur había desmembrado un millar de infieles.
            Entonces traté de convencerme de que debía perder toda esperanza de volver a verle, definitivamente. Al fin y al cabo tan sólo habíamos compartido una inocente charla, cuando ambos éramos niños prácticamente, no tenía sentido que me pasase la vida aguardandándole. Mi madre insistía en que comenzaba a hacerme demasiado mayor para encontrar un marido, a mis casi dieciocho años, y el hijo del pastor más importante de la región no aguardaría mucho más mi respuesta, por muy embelesado que se hallase de mi gran belleza.
            Sin embargo, una noche, cuando regresaba de atender a mis abuelos, cargada con una pesada pieza de madera que me habían entregado para que mi padre la tallase, me encontré con alguien en el camino, alguien que caminaba urgido en dirección a la ciudad. Tropezamos, aunque la sensación fue la de impactar contra una roca, el golpe fue tan duro que me tiró al suelo.
            Entonces, el desconocido que viajaba oculto por una larga capa oscura descubrió su cabeza, inclinándose para ayudar a levantarme.
- Buenas noches, ojos-bonitos – dijo al enfrentar mi rostro, y yo busqué los suyos urgida, anonadada, estupefacta. Era él, el chico del río, Shapur, sólo que en muy poco se parecía al muchacho que yo recordaba. Era mucho más alto, tanto que hube de extender el cuello para poder mirarle a los ojos, y también corpulento, extremadamente fornido. Cubría su torso musculado con una amplia capa de algodón negro. Extendió su robusta mano hacia mí, ofreciéndomela, yo la tomé, incorporándome a su lado.
- Buenas noches – repetí, aún incrédula.
- No podría tener mejor recibimiento a mi vuelta, ojos-bonitos – aseguró el guerrero, atravesándome con sus impresionantes iris color miel. Con su atlético brazo, en el que distinguí multitud de tatuajes de negra tinta, asió la gran pieza de madera, que parecía completamente carente de peso, como si fuese de papel.
- Me llamo Aixa – advertí.
- Buenas noches, Aixa – apuntó, regalándome una sonrisa en la que destellaron las perlas de su boca en contraste con la piel oscura -. Cuánto tiempo ha pasado desde que nos conocimos en el río, ¿lo recuerdas? – dudó. Claro que lo recordaba, no había dejado de pensar en aquel encuentro una sola noche en todos aquellos años.
- Tengo que irme – dije, apresurada. Aquel joven, Shapur, me intimidaba, haciéndome sentir un profundo nerviosismo. El guerrero se apartó, permitiéndome el paso, y entonces pensé; ¿de verdad voy a marcharme? ¿Voy a perder la oportunidad de hablar con él después de tanto tiempo ansiando volver a verle?
-  Si quieres, puedo ayudarte a llevar esto a casa – ofreció amable refiriéndose al cilindro de madera, y yo, en contra de todo lo que había aprendido que debía hacer una mujer honorable, asentí, permitiéndole que me acompañase.
Y así fue como seguimos el sendero que conducía hasta las afueras de la ciudad, en silencio, bajo la luz de una poderosa luna llena, uno junto al otro. Yo podía sentir el ritmo de los latidos de mi corazón, acelerados, por el mero hecho de permanecer a su lado.  Shapur me miraba, sin timidez alguna, y sonreía, en silencio, iluminándome con aquellas las perlas de su boca. Caminamos sin mediar palabra hasta alcanzar la explanada anterior a mi humilde casa.
- Mañana, a medio día, cuando el sol esté en lo más alto – dijo de improviso, sorprendiéndome, capturando mi absoluta atención – te esperaré en el río, junto al la rueda del viejo molino abandonado.
- ¿A mí? ¿Para qué? – dudé turbada.
- Para hablar, para pasear… para lo que quieras – aseguró apretando la pieza de madera contra el torso, liberando una de sus poderosas manos, alcanzando mi mejilla con sus dedos, en una tierna caricia. Descendí la mirada completamente abochornada antes de echar a correr hacia el interior de la casa con el calor de sus dedos palpitando aún sobre mi piel.
Al día siguiente, y en contra de todo en lo que había sido educada, acudí a aquella especie de encuentro junto al río. Con el estómago revuelto por la emoción, como si me hubiese comido un centenar de guindillas y repitiéndome en la cabeza cuanto me equivocaba al hacerlo. Y sin embargo caminé hasta el viejo molino, decidida, habiendo mentido a mis padres, convenciéndoles de que iba a casa de una amiga a ayudarla a tejer su ajuar.
Pero cuando le vi, bajo la luz del sol, aguardándome de pie, junto a los restos de la estructura del antiguo artefacto que antaño proporcionaba agua hasta los campos de siembra, supe que había hecho lo correcto. Hacía calor y su formidable torso permanecía desnudo, su piel oscura, sobre la que resaltaban multitud de tatuajes de tinta negra, resplandecía bajo la luz del sol del mediodía. Vestía unos pantalones amplios hasta el tobillo del color de la ceniza, y su cabello era negro, muy corto. Sus ojos se iluminaron al distinguirme descender la colina, probablemente pensase que no acudiría a su encuentro. Una joven decente nunca lo haría.
Pero yo estaba, ya entonces, completa, absolutamente enamorada de él y poco o nada me importaba todo lo que podía estar arriesgando al acceder a vernos en privado.
Sin embargo, el atractivo general del ejército persa se comportó como lo que era, todo un caballero, durante nuestra reunión. Y conversamos, sentados a la orilla del rio que nos había unido, resguardados bajo la sombra de los árboles, durante horas.
Shapur me relató la dura vida al mando de su ejército, cómo moriría por todos y cada uno de sus hombres, las penurias vividas allende el desierto… y yo le oí extasiada, sorprendida de que alguien tan joven pudiese hablar de aquel modo, parecía mucho mayor. Parecía tremendamente orgulloso de haber dedicado toda su juventud a convertirse en un guerrero, en el mejor de todos cuantos existían.
Y cuando, al gesticular, su mano entraba accidentalmente en contacto con la mía, posada sobre la hierba, un fervoroso hormigueo partía de la boca de mi estómago hacia la garganta, de un modo incontrolable, haciéndome estremecer.
Así acudí a partir de entonces, cada mediodía, a su encuentro, durante todos y cada uno de los días de su breve permiso militar, provocando que se incrementase irremediablemente mi necesidad de su compañía.
Y le hablaba de mi vida, que parecía una absurda quimera al lado de la suya, pero el joven general oía entusiasmado mis tonterías, mis problemas, mis discusiones con mis hermanos… me prestaba la mayor de las atenciones, me aconsejaba, se preocupaba por mí.
El tercer día me besó.
Y creí que el cielo caería a mis pies cuando sus labios se posaron suavemente sobre los míos. Aquel fue mi primer beso.
Y desde entonces pasamos horas besándonos, acariciándonos, abrazándonos, entregados el uno al otro.
El último día, diez noches después de su llegada, mi padre me prohibió salir. Dijo que mi afán por ayudar a mi amiga con su ajuar me había llevado a abandonar mis deberes para con la casa y me castigó. Yo no podía creerlo, no aguantaría que Shapur se marchase, que regresase al frente de batalla, poniendo su vida en peligro nuevamente, sin despedirme de él. Así que obviando el temor a la mayor de las palizas por parte de mi progenitor, en lugar de ordeñar a las cabras huí en cuanto tuve oportunidad, corriendo a su encuentro.
Cuando alcancé el viejo molino Shapur estaba a punto de marcharse, su expresión de preocupación reconfortó mi alma fugitiva. Y aquella soleada tarde de primavera el joven general me confesó que su padre, el mismísimo rey Jerjes le había enviado al más peligroso de los frentes, comandando la conquista de Grecia por el ejército Persa. Una labor enormemente arriesgada pero de la que si salía airoso le llevaría a la gloria como militar.
- ¿Por qué llevas esos nombres tatuados en el cuerpo? – me atreví a preguntarle y los voluminosos labios de Shapur dibujaron una sonrisa para mí.
- Es el nombre de todas y cada una de las batallas que he librado y vencido.
- Son muchas.
- Y pronto, habrá más – apuntó, con la mirada perdida en el horizonte -. Cuando regrese de Grecia, dentro de dos o quizá tres años, lo haré con muchas riquezas, las suficientes como para crear una familia a la que no le falte de nada. Entonces, me gustaría te unieses a mí como esposa, ¿me esperarás? – pidió. Sus palabras me dejaron petrificada, no podía ser más feliz. Claro que sí, le esperaría, por siempre, toda mi vida lo haría.
Shapur volvió a besarme en los labios con una dulzura infinita, e hicimos el amor, me entregué a él, aquel último día, y la luz de la luna nos alcanzó amándonos el uno al otro, entre las ruinas del viejo molino, de un modo inagotable. Como si ambos supiésemos que aquella sería nuestra primera y última oportunidad de hacerlo.
El guerrero fue cuidadoso, tierno y entregado, haciéndome sentir que merecería la pena morir por él, que la vida no volvería a ser la misma si no le tenía a mi lado. Pero llegó el momento de despedirnos, sabía que mis padres estarían buscándome preocupados. Así que guardé en mis labios el sabor de los suyos, para siempre.
A mi regreso fui violentamente golpeada por mi padre por mi intolerable rebeldía. Mi propia abuela fue la encargada de verificar si mi virginidad se hallaba o no intacta, y no lo estaba, por supuesto que no. Se la había entregado a él, junto con mi alma y mi esperanza.
La certeza de su amor me dio fuerzas para resistirlo y ni una sola lágrima fluyó de mis ojos mientras era salvajemente vapuleada por la ira de mi progenitor, tratando de arrancarme el nombre del hombre que me había ultrajado a golpes. Ni la sangre que recorrió mis labios, ni las brutales heridas que me produjo con la vara con la que solía atizar a su rebaño hicieron que confesase. A partir de aquel día hube de marchar a vivir a casa de mis abuelos, quienes se apiadaron de mí después de que mis progenitores de repudiasen. Desde entonces mi único aliento, mi única esperanza era su regreso. Pero Shapur no regresaría jamás.
La noticia de su muerte llegó a principios del invierno, aproximadamente un año después de su partida. Como una daga helada se deslizó por la ciudad hasta alcanzarme. Gran parte de su batallón había sido masacrado debido a una estrategia griega y el joven general era contado entre los fallecidos. Ese mismo día mi esperanza murió, como lo hizo mi alma.
No podía creerlo, me negaba a aceptar que el hombre del que estaba enamorada desde que era una niña hubiese muerto. Que le había perdido para siempre, y que ni siquiera tendría un cadáver al que velar, al que llorar mi profunda desolación.
Los meses transcurrieron como décadas desde entonces. Uno tras otro; invierno, primavera, verano… Las estaciones se sucedían, pasando sobre mí, haciéndome sentir una anciana, completamente hastiada del mundo que continuaba su rumbo sin importarle lo más mínimo mi infinita desdicha.
Había transcurrido casi dos años desde que conocimos la noticia de su muerte, dos años durante los que me había convertido en la sombra de mi misma. No comía, me vestía con harapos y había descuidado mi aspecto físico… sencillamente estaba muerta en vida. Mis abuelos temían por mi salud, incluso mi madre, sin dar muestras de ello a su esposo, lo hacía.
Pero entonces, sucedió algo completamente inesperado. Una noche, avivaba el fuego de una pequeña hoguera frente a la entrada de la casa, con pedazos de madera seca, intentando crear brasas de carbón con las que calentar la humilde vivienda pues se acercaba el invierno. Una brisa fría agitaba las copas de los árboles en mitad de aquel paraje desolado alejado del cadencioso bullicio de la ciudad. Aticé las brasas. La luz de la luna llena brillaba en el horizonte, permitiéndome distinguir con casi total claridad el derredor, el suave viento mecía las llamas que danzaban a su compás. Entonces sentí un ruido a mi espalda, me giré, sin hallar nada, solo oscuridad, pero al voltearme de nuevo le vi ante mí.
Era él.
Era Shapur.
Fue sólo un instante, al otro lado del fuego. Contemplé cómo las llamas dibujaban fantasmagóricas siluetas sobre la piel morena, y sus ojos, antes de un cálido color ámbar, habrían cobrado un brillo mágico, dorado, que fulguraba aún más que las llamas. Me miraba, fijamente, como si pudiese atravesarme, como si alcanzase a ver a través de mí.
Mi corazón se paralizó un segundo eterno y arrancó a latir desesperado, acelerado, urgido mientras mi boca se negaba a pronunciar palabra. Él sonrió, descubriendo unos aterradores colmillos que surgieron de la encía. Me quedé inmóvil, observándole, como si de una aparición se tratase, aterrorizada y aliviada a partes iguales. Pero entonces un nuevo ruido desde el interior de la casa llamó mi atención, mi abuela me requería y me giré.
Desapareció, a la misma velocidad a la que había surgido. Se esfumó ante mis ojos, como si tan sólo se hubiese tratado de una ensoñación.
Pero yo sabía que no lo había soñado, le había visto con mis propios ojos. Y le llamé, grite su nombre que resonó en la fría y oscura noche, sin obtener respuesta alguna. Lo hice durante horas, llamándole, gritando, hasta que mis abuelos me obligaron a regresar al interior de la casa.
Cuando relaté lo sucedido mi abuelo me dijo que sólo se trataba de mi imaginación, una mala jugada de mi mente dañada que debía olvidar cuanto antes. En cambio, mi abuela buscó mi presencia a solas y me habló de los demonios de la noche, unos seres aterradores de apariencia humana con afilados colmillos que se alimentaban de sangre, y que si te mordían podían convertirte en un monstruo.
Pero lejos de lo que pretendía mi pobre abuela que era asustarme, aterrorizarme, y que rehuyese cualquier presencia de uno de estos seres demoníacos, lo que consiguió fue que desde aquel preciso instante tan sólo desease encontrarle de nuevo. Consciente de que si Shapur se había transformado en un monstruo, en uno de aquellos demonios, mi único objetivo a partir de aquel momento sería entregarme a él, alimentarle con mi propia sangre y morir devorada entre sus brazos. Aquel era mi deseo y sería capaz de cualquier cosa por conseguirlo.




imagen: office.com
           

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