Ella se
levanta temprano, cada día, y después de saborear entre los labios el café bien
caliente, de repetir muy bajito que aquel café de máquina nunca sabrá igual al
café de “pucherete” que hacía su madre, al que ella y sus hermanos tomaban
migado con pan, le da las gracias a la chica que le ha servido el desayuno con
una sonrisa. Envuelta en su negra toca recorre con paso lento aunque decidido
el largo pasillo, y entonces, de improviso, una cancioncilla se desliza
suavemente entre sus dientes, con un sabor dulce y añejo a la vez, haciéndola
sonreír. Unas letras de su niñez, las ha recordado y se siente orgullosa de
ello.
Y como
cada mañana de domingo toma asiento en el sillón de cuero azul del recibidor
cercano a la puerta de la entrada, sola. Aunque sabe que permanecerá poco
tiempo así, porque pronto Manuel recorrerá aquella habitación arriba y abajo
con su andador metálico, en un pequeño ronroneo, antes de decidirse a sentarse
a su lado. Y después, volverá a contarle por milésima vez sus historias de la
guerra, y ella volverá a reír sus chistes, un día más. Eso también lo recuerda,
piensa.
A media
mañana, como cada domingo, llegarán sus hijos, y la acompañarán durante todo el
día fuera, la llevarán a amorzar, de paseo, incluso puede que al cine. Y ella
asistirá feliz, porque aunque a doña Carmen se le hace un poco pesado el
ajetreo fuera de aquellas paredes sabe que a sus hijos les hace feliz sacarla
de la residencia por unas horas.
Quién
lo diría, reflexiona, quien diría que iba a extrañar a sus compañeras del
taller de escritura, las tertulias tras las telenovelas, los bailes del
cantajuego con sus nuevas amigas… Le habría parecido algo impensable el día en
que aceptó definitivamente ingresar en aquella residencia por la insistencia de
sus hijos, después del incidente… Después de que hubiese estado a punto de
morir carbonizada porque aquella enfermedad de nombre extraño… Sí, alzheimer,
lo había recordado y volvía a sonreír, pero esta vez con dolor. Aquella
enfermedad la hizo olvidar que había prendido el fuego en la cocina de la
pequeña casita del pueblo en la que había vivido toda su vida. Desde aquel día,
aunque lograse salvar la vida gracias a los vecinos, sus hijos se opusieron
radicalmente a que continuase viviendo sola. Pero ella no quería ir a la
ciudad, además, ¿allí quien la acompañaría? Ellos pasaban todo el día fuera,
trabajando, volvería a estar sola en casa… La solución; una residencia, un
asilo, como le llamaban en sus “tiempos”, una palabra aterradora.
¿Quién
podría haberla convencido entonces de que se sentiría a gusto allí? Le hubiese
tratado de loco, como mínimo. Pero lo cierto es que así era. Al fin sentía que
había dejado la soledad atrás, esa que la había acompañado durante demasiado
tiempo, esa que resonaba en los huecos vacíos de la casa, la que se
atrincheraba en el lado opuesto del sofá, la que quedaba asentada en el fondo
de la olla.
Y cada
domingo, como aquel, sus dos hijos recorrían cien kilómetros con sus familias
para ir a verla, con puntualidad británica. Y compartían con ella un día
completo, un día solo para ella. Y se sentía feliz, eso también podía
recordarlo, la sensación de felicidad no se olvida. Además regresaba justo a
tiempo para la partida de brisca de antes de la cena, en una casa inmensa en la
que si olvidaba algo sólo tenía que preguntar a una de las amables cuidadoras
por ello, una casa enorme en la que nunca estaría sola.
Estoy muy sensible estos dias y me emociono facilmente... Gracias y besos.
ResponderEliminarMarta
eso por lo general ocurre ,
ResponderEliminarlos hijos bien nacidos saben ser agradecidos y aman incondicionalmente a sus padres
buen relato María
felicitaciones
feliz semana
Que cruel enfermedad es el alzheimer, mi pobre abuela apenas recuerda a unos pocos de sus nietos.
ResponderEliminarPero la familia no le deja que se le olvide nada, como debe ser, que para eso luchó toda su vida para sacar adelante a la familia.
Un beso María José.
Hay tantas doña Carmen......que triste enfermedad....suerte que aunque las famílias no puedan estar tanto como quisieran,en las residencias encuentran una gran famíla y personal que las cuidan con mucho cariño.......que poco reconocido que está este gran trabajo.....
ResponderEliminarUn beso pili.
Muy cierto todo, creó que hay veces en que la misma persona piensa en que estará mejor en una residencia. No porqué sus hijos se quieran deshacer de él o ella, aunque a veces ocurre, sino porqué van a estar mejor cuidados. Debemos tener más en cuenta el gran trabajo que hacen en esas residencias y, sobre todo, tener en cuenta que la familia sigue pensando muchísimo en la persona que está interna allí.
ResponderEliminarBesitos guapa.
feliz fin de semana M°José
ResponderEliminargracias por tu huella